Paz Medina. Una historia de Añoranza.

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      No existía cosa o acontecimiento en esta tierra que pudiera causar disturbio a la apaciguada alma de Paz Medina. Se había pasado sus 52 años dominada por su naturaleza tranquila, casi inmutable. No conocía el significado de la palabra “alterarse”, simplemente no estaba en su vocabulario y menos en su conducta. El día en que nació, la partera de Añoranza tuvo que agarrarla a garrotazos para hacer que llorara, pues aquella criatura había entrado al mundo con una tranquilidad tan extrema que llegaron a pensar que había nacido muerta. Ese fue el único día en el que Paz mostró una emoción, el día en que la matrona la hizo llorar a fuerzas, de ahí en adelante jamás se rio a carcajadas, jamás se deshizo en llanto, jamás ardió en coraje, ni se asustó, ni se molestó ni se apasionó. Las emociones fuertes no figuraban entre su lista de capacidades y nunca las echó de menos.

De niña ni lloró ni mordió a nadie cuando le quitaron sus dulces. Mientras su prima Alejandra gritaba y pataleaba cuando no la dejaban salir a jugar al parque, Paz se sentaba en una esquina de la jardinera y observaba la escena pacientemente, como una película. En su primer día de escuela no lloró por mamá, ni se atemorizó con las sentencias y amenazas infernales de las monjas del Colegio Teresiano de la Veracruz. Si se llegó a enamorar de alguien, nunca se supo. Lo cierto es que era la única que realmente prestaba atención a las advertencias de la abuela Lucrecia acerca de lo malos y sinvergüenzas que eran todos los hombres. Se sentaba junto a ella en el diván de la sala, tomaban café en tacitas que de tan pequeñas parecían ser de muñecas, siguiendo el consejo de la abuela, que siempre decía que una taza completa de café adormecía el cerebro y despertaba esas cosas que a las mujeres más les valía dejar dormidas si no querían que los condenados hombres se aprovecharan.

Paz la escuchaba tranquilamente, asintiendo a todo lo que ésta decía, por eso era su nieta favorita.

— No escuches a la abuela, Paz —  decía Alejandra, una de sus primas   — esas historias de que los hombres son esto, o aquello, solo van a lograr que no dejes que ninguno se te acerque. La abuela Lucrecia está muy vieja; ya vivió mucho y no le fue muy bien, pero a nosotras nos queda vivir nuestra historia. ¡Imagínate un romance de película como el de Pedro Infante  y María Félix! ¡No te lo vas a perder por miedo a que te pase lo que a la abuela!

Pero Paz no tenía miedo, ese era un sentimiento demasiado fuerte para ella. Así que escuchaba y asentía a los consejos de sus primas, de la misma forma que lo hacía con la abuela. Mientras éstas se espantaban con las infidelidades y los malos tratos que sus padres les hacían a sus madres,  y se ilusionaban cuando alguna de ellas lograba casarse, Paz simplemente las contemplaba con una mezcla de satisfacción callada que no era otra cosa que indiferencia. Ni sufría por las desgracias de los otros, ni se emocionaba por sus alegrías. Simplemente observaba su alrededor y se callaba lo que pensaba… si de casualidad aquellas cosas le provocaban algún pensamiento.

No temía a la tan mencionada maldición familiar, ni se preocupaba por que su destino fuese que la traicionaran y la maltrataran. Mucho menos se ilusionaba con la idea de poner fin a aquel augurio encontrando a su príncipe. Pero no era fea Paz Medina. En realidad tenía una belleza peculiar, propia de las mujeres discretas pero distinguidas. No se podía decir que fuera el alma de la fiesta, pero tampoco la pobre solterona que se queda sentada toda la noche, y que si alguien la llega a invitar a bailar es más por compromiso o compasión que por verdadera voluntad. Así que un día de aquellos un tal José Antonio se cruzó en su camino buscando algo más que sus miradas discretas y sus palabras prudentes. Lo cierto es que todo el mundo pensó que aquel hombre perdía su tiempo al interesarse en la más indiferente de las mujeres de Añoranza. A Paz le podían llegar con flores, serenatas, poemas, epístolas, anillos y promesas, sin lograr arrancarle nada más interesante que una incipiente sonrisa. A ella no la conmovían las canciones de José Alfredo Jiménez, ni la hacían llorar con Pepe el Toro, no se podía decir que tuviera debilidades sentimentales si ni siquiera se sabía con seguridad si contaba con sentimientos.  Así que mucho menos se podía esperar que fuese posible que alguien la enamorara.

De manera que a la pequeña comunidad le faltó boca para soltar el chisme, el día en que se supo que Paz Medina se había comprometido con José Antonio Aguilar. Las primas aplaudieron, bailaron, lloraron y se abrazaron, mientras la futura Señora de Aguilar les anunciaba la noticia como si comunicara otro choque de bicicletas u otro pleito de borrachos, tan habituales en Añoranza. Pero la reacción de la abuela Lucrecia fue definitivamente menos grata.

— ¡Pero muchacha! ¡Tú sí que me has decepcionado! Pensé que eras la única de todas mis nietas con la cabeza suficiente como para no dejarse envolver por los cuentos chinos de esos cabrones ¡y ahora resulta que vas a casarte! ¿Qué te dijo ese condenado para convencerte? Porque ten por seguro que todo lo que te prometió se le va a olvidar en cuanto salgan de la iglesia y te tenga amarrada con ese cochino papel de matrimonio. ¡Esos hijos de la chingada no quieren esposas! ¡Quieren sirvientas! Te lo digo yo que me partí el lomo cincuenta años lavándole hasta los calzones a tu abuelo —que el diablo tenga en lo más hondo del infierno— así que ve y busca a ese tal José Antonio y dile que se meta su condenado anillo por el…

—Abuelita, no tienes de que preocuparte— interrumpió Paz serenamente— nadie se ha dejado convencer. Yo no espero nada de José Antonio así que ni siquiera me voy a desilusionar cuando me engañe con la primera que se le ponga enfrente. La verdad ni me importa. Me caso porque habría sido demasiada preocupación para mi mamá el que me quedara soltera, y no tengo ganas de discutir nada con nadie. Si las mujeres de esta familia nacimos para casarnos y que nos engañen, ¿Para qué desgastarme? No me voy a pelear con el destino.

— ¡Pero hija! Si lo que quieres es evitarte la fatiga de pelearte con el mundo, pues por lo menos métete de monja. Ahí no vas a tener que lavarle la ropa a ningún pendejo.

Aseguró la abuela, reiterando su admiración y respeto por los únicos hombres que consideraba buenos y decentes: los sacerdotes.

— Tendría que pelearme con José Antonio, él no iba a aceptar que lo hiciera, y la verdad no estoy para eso.

Así que Paz terminó casándose,  por comodidad o por quién sabe qué. A fin de cuentas tampoco podía decirse que José Antonio fuera un mal partido. Estaba a cargo de la comandancia del pueblo y contaba con aquellos beneficios que proporciona el trabajar para el gobierno.  No tenía el mejor carácter pero era trabajador, así que  a Paz no le iba a faltar nada. Los defectos que las otras mujeres le encontraban a simple vista eran que definitivamente no poseía ni pizca de romanticismo y que salía y entraba a su casa con pistolas y escopetas como si fueran juguetes; Pero a Paz  ni le daban miedo las pistolas, ni le importaba que no fuera el más simpático y gentil de los galanes, así que seguramente las cosas se mantendrían en su lugar.

Y se mantuvieron durante bastante tiempo. Paz cumplía con sus deberes y su marido con los suyos. Ninguno irradiaba amor pero por lo menos vivían en una atmósfera tranquila. La maldición se cumplía y José Antonio acostumbraba acompañar de vez en cuando a Ignacio, marido de Alejandra, a burdeles y bares de mala muerte; mientras Paz ni siquiera se tomaba la molestia de desvelarse y preguntarle con aire de indignación dónde había estado, pues hasta la indignación le parecía demasiado. Lo dejó ser y este no le reclamó por su absoluta falta de celos;  mientras le diera una buena vida, ella no encontraría motivos para alterarse.

Pasaron los meses y lo que en realidad habían hecho unas cuantas veces nada más porque era lo que hacían los esposos, terminó en un par de bebés a las que se les antojó nacer juntas. Las llamaron Ana Virginia, y Débora Alicia.

Durante el parto Paz no soltó ni un solo grito. Estuvo tan tranquila que el doctor pensó  aquella mujer en realidad no estaba en proceso de alumbramiento y que había mentido al asegurar que se le había roto la fuente. Soportó los dolores apretando los labios y muy rara vez mostró algún gesto que lograra expresar lo que ella se guardaba.

Cuidó a sus pequeñas con toda la paciencia del mundo, sin perder el control cuando decidían llorar al mismo tiempo. Las vio crecer y nunca se alteró ante la rebeldía de Ana Virginia, ni se alegró demasiado con las excelentes notas de Débora Alicia. Simplemente las crió y educó lo mejor que pudo, sin sobresaltos.

Alejandra continuamente se desconcertaba ante la actitud de Paz. No le era posible entender que a su prima no le importara en lo más mínimo el que José Antonio anduviera con mujeres a lo descarado.

— Sentir da mucho trabajo, Alejandra — contestaba Paz ante el desconcierto de su prima — si no puedo hacer nada para cambiarlo, ¿Para qué desgastarme? Él se va a morir antes que yo si sigue con esa vida de excesos. Tanta emoción es perjudicial para la salud.

Y siguió con su filosofía por demás práctica. Algunas de sus amigas, indignadas con la desvergüenza de José Antonio, quien ya había llegado al límite de intentar meterse con las primas de su mujer, llegaron a asegurarle que ya era hora de aplicar el tan popular proverbio “Ojo por ojo y diente por diente” por no decir que le aconsejaron que se consiguiera un amante; a lo cual Paz simplemente soltaba la misma sonrisa incipiente y contrarrestaba las insinuaciones con su tan popular frase:

— Sentir tanto da mucho trabajo. Si no me tomé la molestia de enamorarme o enamorar a mi marido, menos lo voy a intentar con uno ajeno.

Y se dedicó a  sus hijas. Trató de transmitirles su filosofía, pero por más que quiso no lo logró. Por un lado estaba Ana Virginia, que hacía todo lo que se encontraba a su alcance para contradecir su peculiar nombre y ganarse ese tipo de epítetos que no se pueden expresar frente a la gente decente; y por otro estaba Débora Alicia, quien se entregaba fervientemente a los demás mediante la religión y desde que tenía memoria añoraba convertirse en monja misionera. Ante estas situaciones contradictorias Paz ni se inmutaba. Había hecho lo que había podido para lograr que sus hijas fueran personas prácticas, serenas, prudentes  y racionales, ajenas a los alocados instintos emocionales; pero si no lo había logrado pues por algo sería y ella no iba a complicarse la existencia.

Así pasó el tiempo y Paz se fue quedando cada vez más sola. Ana Virginia entraba y salía de la casa como si fuera hotel, regresando casi siempre de madrugada sin siquiera dar los buenos días. Su padre estaba demasiado ocupado con sus pistolas, sus amantes y su mal humor, como para preocuparse por la deteriorada reputación de su hija y debido a su conocido carácter, no hubo persona en el pueblo que tuviera la osadía suficiente para  hacerle saber lo que ya era noticia vieja,  acerca de su nena.

Débora Alicia había entrado al convento contra la voluntad de su padre, quien aseguraba que eso de ser monja era para mujeres insípidas y feas. Pero a fin de cuentas  ésta encontró la forma de convencerlo de que ella no había nacido para darle hijos a ningún hombre. Paz simplemente observaba aquellas situaciones casi absurdas con la misma tranquilidad y ecuanimidad de siempre.  Todo era rutina hasta que llegó Anastasia, una gata gorda y blanca que se pasaba el día observando nada y jugando con bolas de estambre. Enseguida se convirtió en la fiel compañera de Paz, quien se sentía identificada con su conducta pacífica, casi holgazana. Dormía con ella, comía con ella, vivía con ella y hasta bostezaba como ella. A veces le hablaba a la gata y ésta ponía gesto de atención y confidencia, o eso se imaginaba a Paz. Algunos decían que quería más a aquel animal que a sus hijas, y quizás no estaban demasiado equivocados.

Todo en la vida de Paz Medina era serenidad y orden, hasta que días antes de cumplir treinta años de casada —treinta años de engaños, de afanes insuficientes, de vivir con un marido insatisfecho, treinta años de ver pistolas sobre su mesa y no asustarse, de dormir junto a un hombre que en la cama no hacía otra cosa que roncar, treinta años de vivir y mantener una casa que de tan tranquila parecía muerta— casi treinta años después de haber sido la esposa fiel y sumisa, el suelo tembló.

Resulta que José Antonio puso el grito en el cielo porque la comida tenía demasiada sal y después de tirar el plato al suelo y decirle a su mujer que era una buena para nada, se encerró en su cuarto a lanzarse a la cama en calidad de bulto, pero se acostó encima de Anastasia, la cual saltó maullando y lanzando arañazos con sus garras. José Antonio se puso aún más furioso; tomó a la gata y la aventó por la escalera que daba al comedor de la casa, en donde  aún se encontraba Paz recogiendo los restos de comida y porcelana rota. La gata cayó de cabeza hasta el suelo del comedor, y entre llantos y maullidos a Paz se le despertó el genio que ni ella sabía que tenía.

Su marido podía arrojarle la comida al suelo, pasearse con  sus putas, gritarle insultos y decirle que no servía para nada, pero meterse con Anastasia ¡Eso no! Aquel animalito encantador, el único ser sobre la tierra que era capaz de comprender su carácter sin pensar que era una mujer aburrida y tonta, era intocable. Así que con la rabia de un rinoceronte y la tez encendida,  tomó la pistola que su marido había dejado sobre la mesa, quitó el seguro y empezó a dar tiros al techo.

— ¡Hijo de tu re chingada madre! ¡Con mi gata no te metes cabrón! Lárgate en este mismo instante de esta casa antes de que te llene de plomo ¡Vete con tus putas! ¡Yo ya me cansé de lavarte los calzones! Y ni se te ocurra regresar con tus achichincles con uniforme a querer meterte como Juan por tu casa ¡Porque nada mas vas a lograr que te meta este condenado anillo de compromiso por donde mi abuela Lucrecia me aconsejó que lo hiciera!

El marido salió corriendo despavorido al ver a su mujer como una fiera. Paz tomó a Anastasia en brazos y la llevó al veterinario como si fuera un día de rutina. Pocos creyeron la historia de cómo la mujer más indefensa y paciente del pueblo había sacado al hombre más macho a punta de balazos, ¡y todo por una gata! Pero a los más chismosos les bastó con acercarse un poco a la casa y observar  el camino marcas  oscuras que daban hasta la banqueta, producto de los balazos con los que Paz había corrido a José Antonio, y a nadie le quedó duda.

Esta historia forma parte de “Añoranza, historias de un pubelo perdido” Disponible en Amazon en la siguiente liga http://goo.gl/CSDFy   

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