Mindfulness en un macaron

Recuerdo la primera vez que probé un macaron. Era de chocolate (¡tenía que ser!), pagué unos tres euros en aquella pequeña panadería en un rincón de Montmartre, no sin sentir que estaba gastando una fortuna. Era 2012, vivía en México y estaba de visita en Europa descubriendo cuán cierta era aquella frase conocida de que “el que convierte no se divierte”. La culpa de gastar en una galletita lo que me habría costado una comida completa en alguna exquisita fonda tapatía, se disipó rápidamente. Ante la primer mordida a aquella pequeñita delicia. El mundo se detuvo cuando mis labios tuvieron contacto con aquella corteza lisa, ligeramente crujiente y cremosa a la vez. Saborear aquel relleno aterciopelado me hicieron reconocer que esa experiencia valía cada centavo… la pura verdad, o una mentira de mi mente para no sentirme tan culpable por aquel derroche. No sé.

Después de aquella primera experiencia volví a México convencida de que aquella pequeña delicia valía la pena, y me puse particularmente feliz cuando uno de mis proveedores me regaló una caja completa de hermosos y coloridos macarons envueltos de forma encantadora en una caja de cartón que, descubrí, parecía más cara que su contenido. Aquellos macarons, provenientes de una de las más caras y bonitas pastelerías de Guadalajara, no tenían sabor. Estaban huecos por dentro, parecían sólo de azúcar y ni siquiera los vibrantes colores podían engañar al paladar más inexperto. Los rellenos eran sosos, sin carácter, sin alma. Y tengo que decir que esa experiencia se repitió en múltiples ocasiones en diferentes lugares.

Tras varias frustraciones decidí que quizás los macarons eran un “hype” del momento. Un producto de élite, sobrevalorado y excesivamente costoso. Porque aunque parecía que en Guadalajara no había negocio que supiera hacer un macaron decente, sí que sabían cobrar por él. Pero en algún lugar de mi mente aguardaba escondido el recuerdo de aquella mañana en Montmartre. Y ahí se quedó hasta 2018, cuando algunas de mis alumnas de repostería comenzaron a pedirme con ahínco una clase de Macarons. Al inicio me resistí. Obsesiva y perfeccionista, como soy, me daba miedo prometer algo que no sabía si iba a poder cumplir: macarons perfectos, que valieran cada centavo y cada segundo invertido en ellos, experiencias gastronómicas casi religiosas.

Y ahí comenzó la búsqueda. Yo venía de un episodio más o menos serio de ansiedad y la cocina me estaba ayudando a darle cauce a mis pensamientos y un respiro a mi mente. Así que me decidí a tomarme los macarons como reto personal. El proceso no fue sencillo ni tampoco inmediato. Varias bolsas de harina de almendras fueron sacrificadas y se convirtieron en galletas arrugadas, cortezas huecas y merengues de colores mal ejecutados, que por no tirar a la basura, acabaron en la oficina de mi marido. Sus colegas lo agradecían, quizás sin saber que aquellos bocadillos eran sólo los fantasmas de los macarons perfectos que aún no lograba preparar.

Recuerdo de la primera vez que logré hornear unos macarons decentes.

Pero como en todo, la práctica hace al maestro y la persistencia da frutos. Cuando conseguí la primera charola perfecta, con cortezas lisitas, lustrosas, cremositas y redondas, me volví loca. Un pase de cocaína me quedaba corto (he de aclarar que nunca he probado la cocaína, así que puede que esta última afirmación sea una exageración). Fue tal mi satisfacción, mi euforia, mi sensación de empoderamiento, que hasta se me olvidó la ansiedad por un momento. Y yo, obsesiva, como soy, comencé a hornear macarons hermosos como si no hubiera un mañana. La experimentación no tiene límites, las posibilidades de sabores tampoco. Frambuesa, blueberry, Licor 43, Gianduja, té matcha, fresas con crema, lavanda con limón, chocolate con menta, son sólo unos pocos de los cientos de sabores que comencé a hornear. Yo estaba feliz y mis alumnas también.

Pero más allá de la sensación de objetivo cumplido, de reto superado, descubrí que lo que más me satisfacía (y me satisface) de preparar esta curiosa galletita es el hecho de que el proceso requiera de toda mi atención, sin excepciones. Los macarons son postrecitos exigentes, celosos, podría decir. Para obtener una charola de perfección se requiere concentración y enfoque. Nada de distracciones, nada de horrendo y pretencioso multitasking; eres tú, la receta, los ingredientes y una cocina ordinaria que de pronto se convierte en un taller de magia y alquimia. Pero necesitas concentrarte, regalarte un par de horas para ti, mandar de vacaciones al torbellino de tu mente.

Preparar macarons es mi sesión de mindufulness favorita. La meditación como tal se me da poco. Yo, como la mayoría de los mortales de este siglo, encuentro tremendamente retador cerrar los ojos y concentrarme en mi respiración. Los pensamientos me asaltan frenéticamente. Pero cuando preparo macarons, distraerme, divagar y ensimismarme es un lujo que simplemente no me puedo dar.

Hay que pesar a conciencia cada ingrediente, vigilar la temperatura del almíbar con precisión, mezclar con cuidado, no batir de más, no batir de menos, sino en el punto exacto. Cuidar los colores, los aromas, dejar que fluya la creatividad con los sabores, pero en la medida justa. La recompensa es hermosa, estimulante y sin duda vale la pena.

Macarons de Lavanda y limón

Yo no diría que los macarons son difíciles, sino retadores y exigen respeto o te obligan a respetarlos. Hace apenas un par de semanas me dedicaba a probar una nueva receta para el curso que tenemos en esta escuela de cocina. Entre las vacaciones, el canal de Youtube y mis múltiples ocupaciones, habían pasado varios meses desde mi última charola de macarons. Así que yo muy confiada en plan de jefa saqué mi fórmula magistral, me puse a la tarea siguiendo los principios básicos (que según me sabía de memoria), pero escuchando un podcast de fondo, respondiendo mensajes en whatsapp y en definitiva sin darle a aquel arte la debida (y absoluta) atención. ¿El resultado? una dosis de humildad en forma de cortezas arrugadas. Mientras me preguntaba qué diablos había pasado, mi mirada se topó con un pequeño recipiente con azúcar, que no debía estar ahí porque iba en el merengue, antes de agregar el almíbar, y yo me había olvidado.

Aquí la prueba de la tragedia

Cinco gramos de azúcar (o más bien la falta de) me habían echado a perder mi charola de macarons, pero a cambio había ganado un valioso recordatorio. Terca como soy, me puse de inmediato con una nueva charola, pidiendo perdón al dios imaginario de los macarons, apagando las notificaciones de mi celular y dedicándome de lleno a esa hermosa tarea. Disfrutando de la sensación de la manga pastelera entre mis manos, dibujando cada círculo con esmero. El resultado, lo dejo en la siguiente foto.

Hornear macarons no sólo me ayuda a mandar la ansiedad de vacaciones, a regalarme algo de claridad mental y a irme de viaje un ratito a las calles de Francia. Me permite disfrutar de la satisfacción del trabajo bien hecho, de la belleza cotidiana, de lo bonito de la vida.

Si quieres empezar a disfrutar este arte y saborear pedacitos de colorida perfección creados con tus manos, vente a nuestro curso. Empezamos el 4 de marzo.

8 Comments

  • Monserrat

    Siempre he visto los macarrones súper bonitos y antojables, pero desgraciadamente cuando los he comido siempre he tenido las mismas experiencias que tú tuviste en Guadalajara…
    Tomar el curso está siendo tentador para mi…
    Cuánto tiempo más o menos lleva el prepararlos?

    • Dámaris

      Hola Montserrat! Entiendo tu frustración… y te digo con toda confianza que así no deben ser los macarons! Un verdadero macaron está lleno de sabor y su textura es mágica: entre cremosita y ligeramente crujiente. A mí, hornear un “batch” de 30 macarons ya en sándwich (o sea 60 cortezas), me toma aproximadamente dos horas de principio a fin con todo y la preparación del relleno Al inicio, es normal que te tome algo más de tiempo, pero la práctica hace al maestro. Nosotros en el taller nos encargamos de que conozcas todos los secretos de este arte y en caso de algún fracaso, te guiamos para que sepas qué cambiar para el próximo intento. Con práctica y disciplina, sales del curso horneando no sólo macarons hermosos sino deliciosos.
      Si te animas, ahí nos vemos <3

  • Aristóteles Gijón

    Que manera de describir y transmitir las ideas!!! Después de leer este post definitivamente voy a inscribirme en el curso, que perfecta combinación el poder tener una manera de lograr reducir la ansiedad y al final tener algo que te de el placer de crear un producto de tal perfección… habrá que practicar mucho.

    Saludos a la tremenda Lily yo también tengo una Shih Tzu son otro nivel estos perritos.

    Saludos y muchas felicidades Dámaris por compartir tus experiencias.

      • ARISTOTELES GIJON

        Hola Dámaris, la Shih Tzu se llama Sammy tiene 5 años, es muy tranquila y así como Lily le gusta mucho salir a pasear a los parques, que bueno que se animaron a tener una perrita, son una gran compañía y mas para tí estando tan lejos de la familia.

        Ya estoy listo para el 4 de marzo 🙂

  • Heidi Paz

    Amo los macarons! Ningunos como los de Francia, aunque una vez probé unos buenísimos en San Miguel de Allende. Siempre he querido aprender a prepararlos bonitos y deliciosos como los de tus fotos, no como los sosos que se consiguen por ahí. Espero algún día poder inscribirme a tu curso. No tuve suerte en el giveaway 🥺😂
    Me encantan todas tus recetas y todo lo que transmites en ellas
    Gracias por compartir tanto! ❤️

    • Dámaris

      Creo que cada vez empieza a difundirse más la cultura del buen macaron, y ya puedes probar algunos ejemplares deliciosos fuera de Francia, pero la satisfacción de crearlos con tus propias manos, es maravilloso!

      Ojalá pronto me toque conocerte y tenerte como alumna <3

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